Montería

El paro armado del ELN revive el miedo colectivo y pone a prueba la capacidad del Estado para garantizar seguridad

El anuncio de un nuevo paro armado por parte del Ejército de Liberación Nacional (ELN) volvió a sacudir el panorama de seguridad en Colombia, encendiendo las alarmas en distintas regiones del país y reavivando temores históricos entre comunidades que han vivido durante décadas bajo la sombra del conflicto armado. La medida, que coincide con una temporada de alta movilidad por las festividades de fin de año, representa no solo una amenaza directa al orden público, sino también un desafío frontal a la autoridad del Estado.

El paro armado, una práctica recurrente utilizada por grupos insurgentes para demostrar control territorial y capacidad de intimidación, tiene efectos inmediatos en la vida cotidiana de la población civil. Comerciantes que cierran sus negocios por miedo, transportadores que suspenden rutas, campesinos que se ven obligados a confinarse y estudiantes que no pueden desplazarse hacen parte del impacto silencioso que deja este tipo de acciones, más allá de los titulares.

Desde el Gobierno Nacional, la respuesta ha sido categórica. Las autoridades calificaron el anuncio como un acto de constreñimiento ilegal, reiterando que ningún grupo armado tiene legitimidad para imponer restricciones a la movilidad ni alterar la tranquilidad de los ciudadanos. El despliegue de Fuerza Pública y los operativos preventivos buscan enviar un mensaje de control institucional; sin embargo, la experiencia histórica demuestra que la sola amenaza de un paro armado suele ser suficiente para paralizar regiones enteras, incluso sin que se produzcan enfrentamientos directos.

El contexto en el que se produce este nuevo paro resulta particularmente delicado. Colombia atraviesa un momento de tensiones políticas internas, presiones internacionales y debates abiertos sobre la política de “paz total”. Para analistas en seguridad, este tipo de anuncios por parte del ELN reflejan una estrategia de presión que busca reposicionar al grupo armado como actor relevante, tanto en el escenario nacional como en eventuales negociaciones futuras.

Más allá del discurso político, el impacto humanitario sigue siendo el eje más preocupante. Las comunidades rurales, históricamente golpeadas por el conflicto, son las primeras en sentir las consecuencias. En muchos territorios, la presencia del Estado es limitada y la capacidad de reacción frente a amenazas armadas depende más de la prudencia ciudadana que de una protección efectiva. En ese escenario, el paro armado se convierte en una herramienta de control social basada en el miedo.

El sector económico también resulta afectado. El transporte de alimentos, el comercio regional y las actividades productivas se ven interrumpidas, generando pérdidas que rara vez son cuantificadas en su totalidad. En plena temporada decembrina, cuando miles de familias dependen de ingresos temporales, la paralización forzada profundiza la vulnerabilidad social y económica.

Desde una perspectiva más amplia, el anuncio del ELN plantea interrogantes sobre la efectividad de las estrategias de seguridad y diálogo. Mientras el Estado insiste en mantener abiertos los canales institucionales, el uso reiterado de la intimidación armada pone en entredicho la voluntad real de los grupos ilegales de transitar hacia escenarios de paz. La contradicción entre el discurso político y la acción violenta sigue siendo uno de los principales obstáculos para la reconciliación nacional.

El paro armado no solo es una acción militar o simbólica; es una manifestación de poder sobre la población civil, un recordatorio de que el conflicto armado, aunque transformado, no ha desaparecido. Cada anuncio de este tipo deja una huella profunda en la memoria colectiva y refuerza la sensación de fragilidad institucional en zonas donde el Estado aún lucha por consolidar su presencia.

En definitiva, el nuevo paro armado del ELN vuelve a colocar sobre la mesa un debate urgente: la necesidad de fortalecer la seguridad sin perder de vista los derechos humanos, y de avanzar en soluciones estructurales que impidan que el miedo siga siendo un instrumento de control. Para las comunidades afectadas, la esperanza no está en los comunicados ni en las amenazas, sino en la posibilidad real de vivir sin restricciones impuestas por las armas.

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba