Cuando el fuego desnuda la desigualdad: el incendio en Bucaramanga que volvió ceniza décadas de olvido

El incendio que arrasó con decenas de viviendas en el asentamiento 12 de Octubre Bajo, en el occidente de Bucaramanga, no puede reducirse a la categoría de un accidente fortuito. Más allá de las llamas, del humo espeso que cubrió la madrugada y de las imágenes desgarradoras de familias viendo cómo el fuego consumía lo poco que tenían, el siniestro expuso una realidad estructural que Colombia conoce bien, pero que con frecuencia prefiere ignorar: la vulnerabilidad de miles de personas que viven al margen del ordenamiento urbano y de la presencia efectiva del Estado.
El fuego avanzó rápido, casi sin resistencia. Las viviendas construidas con madera, zinc y otros materiales livianos facilitaron que las llamas se propagaran en cuestión de minutos. No fue solo un problema de combustión; fue el resultado de años de informalidad, de asentamientos levantados sin planificación, sin redes eléctricas seguras, sin acceso adecuado a agua potable y, en muchos casos, sin vías que permitan una respuesta oportuna de los organismos de socorro. En ese contexto, cualquier chispa —literal o simbólica— tiene el potencial de convertirse en tragedia.
La respuesta de los cuerpos de bomberos y de los organismos de emergencia fue clave para evitar una catástrofe mayor. Sin embargo, incluso esa reacción evidenció las limitaciones: acceso complejo al sector, dificultades para el suministro de agua y la necesidad de apoyo de unidades de municipios vecinos. La solidaridad espontánea de la comunidad, usando baldes y mangueras improvisadas, volvió a mostrar que, en muchos barrios, la primera línea de respuesta ante una emergencia sigue siendo la propia ciudadanía.
Pero el incendio deja una pregunta incómoda que va más allá del balance de casas destruidas y personas damnificadas: ¿por qué estas tragedias se repiten con tanta frecuencia en los mismos territorios? La respuesta apunta a una deuda histórica. Los asentamientos subnormales no surgen de la nada; son la consecuencia directa de la falta de políticas de vivienda efectivas, del encarecimiento del suelo urbano y de la incapacidad del sistema para ofrecer alternativas dignas a las poblaciones más vulnerables. Cuando el Estado llega tarde o no llega, la gente construye como puede, donde puede.
En ese sentido, el incendio de Bucaramanga no es solo una emergencia humanitaria; es un síntoma. Un síntoma de desigualdad, de exclusión urbana y de una planificación que sigue siendo insuficiente frente al crecimiento de las ciudades. La posterior entrega de ayudas, los censos y los albergues temporales son necesarios y urgentes, pero no pueden convertirse en el único libreto que se activa después de cada tragedia. La prevención, la legalización responsable de barrios, la inversión en infraestructura básica y la educación en gestión del riesgo siguen siendo tareas pendientes.
Hoy, decenas de familias intentan recomponer su vida entre cenizas y escombros. Perdieron casas, enseres, documentos y recuerdos que no se recuperan con un mercado o una colchoneta. Mañana, cuando las cámaras se apaguen y la noticia deje de ser tendencia, el reto será que este incendio no quede archivado como una cifra más. Bucaramanga —y el país— deben decidir si seguirán reaccionando solo cuando el fuego ya lo consumió todo o si, de una vez por todas, asumirán que la verdadera solución está en evitar que la tragedia vuelva a encenderse.



